jueves, 20 de diciembre de 2012

Los árboles azules 2: El mirador de Auko

Llegué arriba a la vez que una gran cinta de color mandarina se instalaba en el horizonte. Me acomodé en el porche y miré abajo. La informe masa oscura se arremolinaba a mis pies, pedruscos rocosos que entreví desplomarse hacia la arena. El mar. Una baranda de madera. Un suelo de tarima barnizado. La hamaca. A través del cristal, la suave luz de las pantallas. Mi nueva casa me esperaba, con todas sus luces encendidas, después de una larga caminata a pie y una plácida travesía por unas aguas que a partir de entonces iban a convertirse en mi refugio. Oscurecía deprisa y el farol que asomaba desde la cornisa apenas me dejaba ver nada. Miré dentro.

El mismo entarimado de fuera, alacenas, un diván naranja y un biombo de esterilla ocultando la cama sencilla y grande. Al pie de ella, un jarrón estriado y barrigudo del que sobresalía una muñeca vestida de azul, como en la canción. Pero nada de vestiditos: unos vaqueros cochambrosos e increíblemente grandes para ella y una camisa de chico con las mangas remangadas. Al principio solo asomaba la cabeza y parecía ser del mismo tamaño que el jarrón, luego, a medida que iba saliendo, la muñeca animada, fue pareciéndome más grande. Una enanita articulada con mejillas  ardiendo, como si las hubiesen pintado con carmín.  Intenté levantarla sujetándola por las axilas y noté que forcejeaba un poco

- Me llamo Auko y no estoy en venta -  dijo.

Me llevé el susto de mi vida, di un salto atrás y ella aprovechó para sacar las piernas. No era una persona ni un maniquí ni un holograma ni un robot, y lo era todo al mismo tiempo.

- ¿Estás viva?

Puso cara de asco y me dio la espalda. Naturalmente, ¿qué te crees? No sé de qué te extrañas - parecía decirme - cuando lo más natural del mundo es que un ente inclasificable con aspecto de camionera minúscula salga de un balón de cerámica y deambule por tu casa tan campante. Yo seguía petrificada, no sabía qué pensar.

- ¿Quién eres? - Deseé intensamente que todo fuese un sueño y entonces supe que era mentira, que me moría de ganas de que aquello estuviese pasando. Había un extraño encanto en toda la escena, como si la iluminase una luz de ultratumba. Nunca he creído en los espíritus pero todo lo que sea misterioso me atrae.

- Pues Auko - ladró - ¿quién si no?

- Aaaauko, ya, ya, - dije para mí misma. Alguien me estaba tomando el pelo. Una ristra de películas empezó a desfilar por mi mente.


Salvador Dalí "Ecuestre retrato" Óleo
  Además, me temblaban las piernas, así que le di la espalda. Si quería algo de mí, que lo dijese, yo tenía que deshacer el equipaje. Nunca me ha gustado discutir, y con muñecas parlantes menos aún. 

Pero hicimos buenas migas pronto. Me dijo que vivía en la terraza y que cuando me vio trepar entre las rocas corrió a esconderse dentro. Auko - como comprobaría más tarde - se regía por una lógica incontestable, pero los materiales que tenía a su alcance no iban más allá del cálculo elemental: era extremadamente simple. Y, sin embargo, nadie más imprevisible que ella. Eso me confundía e inquietaba, aún no era capaz de barruntar si era peligrosa o no. Me tumbé en la hamaca, ella puso un cojín sobre la tierra reseca de una de las macetas y se sentó encima.

- No creas que estoy siempre despierta. - me confió. - Solo cuando los árboles de allá abajo se vuelven azules.

- ¿Qué árboles azules? - me asombré. Había visto unos palitroques desnudos dispersos por la arena antes de encaramarme a la roca. Esas ramas secas tenían un color parduzco, nada que ver con el azul.

- Se vuelven azules en mayo. ¿Ha llegado ya?

- ¿El qué, el mes de mayo? Auko, - resoplé - estamos a mitad de noviembre.

- ¡Ah!, bueno. - pareció tranquilizarse - Entonces has sido tú.


Después de un buen rato de jugar con las palabras, me pareció entender que Auko solo despertaba en primavera. A no ser que un ser humano, sin intención de dañarla, se cruzase en su camino. En eso consistía su particular instinto de supervivencia, dejaba de ser muñeca solo cuando no se preveían amenazas. También cada vez que aquellos troncos sin vida, esas feas ramas que se extendían sin gracia a lo largo de la playa, resurgían formando una red de tupidas copas, de forma que, incluso desde allá arriba, la orilla apenas podía verse. Me asomé a las sombras, la arena se había tragado los árboles, el mar se había convertido en una masa violeta y el fondo tenía el color de la herrumbre. Hasta el amanecer era imposible distinguir nada. Dije adiós a Auko y me fui a acostar.
(Continuará) 

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