martes, 12 de febrero de 2013

Los árboles azules 9. Como una anguila que se escurre

Auko volvió a desaparecer.
Antes de eso estuvimos reunidos en el parque. Los padres de Bernardo se alborotaban por momentos relatando las incidencias del día anterior, dónde estaban, cómo se enteraron, y toda suerte de detalles, como que su hijo había sido obligado a abrir la verja a punta de pistola. Pero ¿cómo podían saberlo? Se había encontrado un reloj con la correa rota, eso sí podía ser una prueba, quizá uno de aquellos individuos lo enganchó a un arbusto sin querer en el momento de abrir la portezuela y tuvo que apartar el brazo bruscamente, sin tiempo para agacharse a recogerlo. Mientras tanto anochecía. Disfrutábamos del aroma que lo impregnaba todo. Las hamacas del cenador disponían de cojines mullidos, los cócteles nos embrujaban con su endiablada mezcla de especias y frutas exóticas. A nuestro alrededor, decenas de árboles, desde su turbio cobijo, parecían dedicarse a espiar. Formas achaparradas y esbeltas, matorral y copas centenarias, hojas como anchas y finas palmas, extensos abanicos o extendidas orejas paquidermas coexistían con finísimas agujas exhibiendo un colorido digno de la paleta más sutil, del cuarzo rosa o el granate al verde negruzco de la obsidiana. Y a nuestra espalda, la gran mole de la casa, alentándonos y protegiéndonos.
 
Jacek Yerka - Strawberry garden
 A las diez en punto sonó la campana de una torre y, sin previo aviso, un bruñido último modelo estacionó en la explanada con la intención de recogerme. No tenía nada previsto, tampoco estaba en mis planes abandonar aquel paraíso tan pronto. Allí quedaron los hermanos, mi apenada amiga, los abuelos y la pareja de polis, cuyo ademán de despedida no ocultaba una sonrisa sardónica. Me lo estaban dejando bien claro: esta vez la intrusa era yo.
Me instalé en la azotea con la melancolía derramándose por mis hombros. Aquellos chicos no podrían salir de su jaula de oro hasta que apareciese su padre. Hasta Auko estaba arrestada con la excusa de que corría peligro. No niego la sensatez de la medida, pero aquella sensación de amenaza no cesaba de rondarme. Me parecía que limitaban sus movimientos pero que eso no les protegía en realidad, que al menos conmigo allá dentro hubiesen estado algo más seguros, no podía precisar por qué. Sin embargo, ¿cómo era posible vigilar toda aquella enorme extensión con solo dos agentes? La línea de la playa se había convertido una vez más en negra boca de lobo frente a mí. Cabizbaja, dejé de mirar a una balaustrada invisible sumida en oscuros presagios. No podía evitar sentirme culpable.
Mark Ryden . The meat train (2000)
Un cansancio insidioso puso plomo en mis brazos, me invadió un sopor repentino, olvidé que me había quedado sentada sobre las frías baldosas, rodeada de macetas, con Mancha reptando por mi cuello. Con la mayor de las alevosías, el teléfono volvió a aullar. Esta vez no tuve necesidad de descolgar: lo supe. Una voz, malhumorada hasta la impertinencia, preguntó si Auko estaba conmigo. “Acabo de dejarla bajo su protección, –repliqué– ¿qué clase de vigilantes son ustedes permitiendo que la secuestren delante de sus narices en menos de dos horas?”
Pero sabía que se había ido ella, no la imaginaba dejándose agarrar.
(Continuará)

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