martes, 16 de abril de 2013

La que nunca abandona (I)

La ausencia de Aurea Salgado pronto se convirtió en una obsesión. Comprendí que ya nunca vería los cambios sucesivos que experimentaba el mundo cuando al día siguiente de su entierro talaron los árboles de la Avenida Principal. Desde el mirador de su casa ya no podrían verse las ramas asomando por detrás del edificio de enfrente. Eso me conmocionó tanto que empecé a anotar cada cambio que observaba. La aparición de una nueva marca de perfume que me hubiese gustado comprarle, el último modelo de automóvil circulando arriba y abajo, como signo de un tiempo un poco más adelantado que el de la semana anterior. ¡Tantos pequeños y grandes detalles! En la política, en la cartelera de los cines, en las amistades. En todo. Rufino estaba esperando otra hija, el de la propia Aurea se había comprado un papagayo –para sobrellevar el luto, supongo- y ella sin enterarse de nada. Y lo peor es que así sería para siempre jamás.
Frida Kahlo - Sin esperanza (1945)
Cuando observé que la tapicería de las sillas del comedor estaba raída, me guardé mucho de renovarla, aunque cada hora que pasaba sintiese más grima al verlas. Luego comprendí  que el mundo entero cambiaba sin cesar y que era imposible controlarlo todo. Que cada país llevaba una trayectoria y que, incluso en el mío, cada ciudad o trozo de campo renovaba a cada momento lo que se le iba antojando. El cosmos también cambiaba. Había quien viajaba al espacio. Y la luna ya había mostrado todas sus fases. Había transcurrido un mes.
 
Entretanto no había dejado de visitar una sola tarde a la familia Salgado. Contemplaba los retratos de Aurea parándome en aquellos que le hacían justicia. En los otros me demoraba menos, a veces casi pasaba de largo. Piano. Andante. Allegro. Ese era mi recorrido. El ritmo se establecía siempre igual, por el mismo orden, como en una melodía sentimental y plástica.
 (Continuará)

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