sábado, 22 de febrero de 2014

M.Butterfly (1993)

 
En toda ocasión, más aún si estamos desanimados o acabamos de sufrir una catástrofe, conviene recordar que cualquier cosa que acontezca ya ha sucedido anteriormente. Y que todo ello se ha recogido en esas grandes obras míticas que, aunque no sea más que de oídas, conocemos de sobra. Ellas nos explican lo que somos, marcan un sendero –tan incierto como libre– y se van reescribiendo con el tiempo, convirtiéndose en otras (con el mismo o diferente formato) para uso de las nuevas generaciones y sin perjudicar a la que le precedió.

Puccini, por ejemplo, compuso la música de ese drama eterno titulado Madama Butterfly, ambientado en Japón y estrenado en la Scala de Milán hace poco más de un siglo. La película presenta unos perfiles más modernos. En esta ocasión, se nos traslada a la China de 1964, con la guerra de Vietnam como telón de fondo y las argucias diplomáticas del mundo occidental inmiscuyéndose en la privacidad del protagonista, un diplomático francés interpretado por Jeremy Irons. En aquella época la señora Butterfly ya pertenecía al imaginario colectivo y su historia es representada en un teatro de Pekín, donde coinciden la seductora actriz china –encarnando a la japonesa trágica– y el incauto espectador, que muy pronto caerá en sus redes. Pero la historia nunca se repite del todo, sus giros no llegan a ser circulares, forman más bien  una espiral. Se muestran ligeras variantes. O no tan ligeras, pues se plantea la cuestión de quién es, en este caso, la víctima. El personaje critica ese matiz etnocéntrico de la famosa ópera que obliga a asumir a un occidental adorado y admirado pero jamás que la bella mujer europea o americana pueda sufrir a causa del nipón de baja estatura empeñado en despreciarla. Pero esta segunda historia consigue revertir los términos en más de un sentido. Ahora el burlado no será, precisamente, la mitad oriental de la pareja y, para insinuar que el engaño es doble, se incluye una incógnita en el título.

Si nos ponemos estrictos, resulta algo increíble que, en tantos años, nadie pusiese a René Gallimard al corriente de aspectos de la dramaturgia china comúnmente conocidos, incluso por los que jamás han puesto los pies en Oriente. También que el enorme fraude haya permanecido oculto. Es cierto que han quedado testimonios, entre ellos los hechos históricos que sirvieron de base al guión, pero, teniendo en cuenta el puritanismo imperante, me atrevo a poner en tela de juicio unas afirmaciones, no por categóricas, menos improbables. Aunque lo de menos es si el argumento tiene una base real, se asegura que sí, pero para mí no tiene ninguna importancia. Me interesa mucho más la pervivencia en el inconsciente colectivo de ciertas leyendas que conservan su esencia por encima de alteraciones y dan razón de nosotros mismos, probablemente mejor que muchos sesudos tratados. No hay que tomar la trama al pie de la letra porque lo que importa son los arquetipos, la trayectoria humana, el juego de roles, la indefensión del individuo ante la avasalladora fuerza colectiva, lo inesperado y su propia (y colosal) pasión.
 
No cambiamos y, salvo que suframos una mutación y nos convirtamos en otra especie, no cambiaremos nunca. Intereses políticos y amor, intrigas y erotismo, espionaje y arte, estratagemas para engañar y atavíos que conquistan, oscuros parentescos e incontestables atracciones. Todo ello bien mezclado y aderezado compondrá los entresijos de un drama eterno, el del amor no correspondido, el del ser incapaz de aceptarse al otro lado del desprecio o la traición. En este caso, es un destino trágico quien reclama el derecho a someter al protagonista.

La formidable estatura actoral de Irons secunda firmemente los avatares que atraviesa Gallimard, por muy incoherentes, o anacrónicos, o melodramáticos o inverosímiles que puedan parecernos. El enigmático individuo que encarna Shizuko Hoshi no pierde en ningún momento su proverbial hermetismo oriental, que evidencia hasta en el menor de sus gestos y le sirve para ocultar tanto sus verdaderos sentimientos como el nivel de su integridad ética.  

Es este un film de varones, la única mujer que vemos de cerca encarna a las no deseables de ese imaginarium masculino tan identificable como implícito. Una persona de edad, inteligente, observadora, que accede a tener una aventura con el torturado Gallimard solo para convertirse en un símbolo nefasto. Ella es el único desnudo en el que se detiene la cámara. La idealización siempre está vestida, la impudicia es mujer y es decadente. En el fondo, en esa alternativa entre imaginación y realidad, el protagonista se inclina por el engaño y el misterio. Y, sin embargo, existe algo de universal en esta parábola pues, sin llegar a esos extremos, en todo juego amoroso, hay algo de simulación que contribuye a alimentar la llama. Siempre nos enamoramos del misterio, pero queda una zona independiente a quien no atrapa ese idealismo sin cortapisas; si todos nos dejamos engañar hasta cierto punto, una ilusión que dura tantos años, esa seguridad, esa firmeza con que Gallimard acepta la versión de la persona amada, probablemente indique alguna patología mental.

Las dos imágenes con que se cierra la película no pueden ser más expresivas: la tragedia es grotesca y oscura mientras la indiferencia viaja en un aséptico avión.

* Año: 1993

* Duración: 101 min.

* País: Canadá

* Director: David Cronenbert

* Guión: David Henry Hwang

* Música: Howard Shore

* Fotografía: Peter Suschitzky

* Reparto: Jeremy Irons, John Lone, Barbara Sukowa, Ian Richardson, Annabel Leventon, Shizuko Hoshi, Richard McMillan, Vernon Dobtcheff

* Género: Drama
 

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