jueves, 20 de febrero de 2014

Mi futuro entre plumas

El hombre de la visera permaneció recostado junto a la ventanilla del compartimento, con el loro posado en su hombro, durante los tres cuartos de hora que duró nuestro trayecto.
 
Cuando el tren paró y empezamos a recoger el equipaje, él no movió un músculo. Ricardo lo miró con aprensión, pero no tuvimos certeza de lo que pasaba hasta que el revisor, apartando maletas y bártulos, sujetó la puerta acristalada para franquearnos el acceso al pasillo y le tocó en el hombro con la intención de despertarle. El cuerpo se derrumbó con un estruendo enorme mientras el animal revoloteaba por la estancia lanzando alaridos. Creímos entender que repetía “su seguro servidor”, pero el tono era, sin duda, de pánico.
 
Finalmente, acabamos arrestados los tres. Según parece, el loro atesoraba pruebas preciosas que facilitarían la captura del culpable. En cuanto a nosotros, sin haber hecho  esfuerzo ninguno, adquirimos el exclusivo –aunque dudoso– honor de la sospecha.
Vincent Van Gogh -  Viaducto en Arles  (1888)
Admito que me invadió el miedo. Ni siquiera siendo inocente se encuentra uno a salvo de la cárcel. O quién sabe de qué más. La pena de muerte continuaba en vigor por entonces y ni mi marido ni yo hemos sido nunca demasiado hábiles en demostrar que no mentimos.
 
Nos sometieron a un interrogatorio exhaustivo en el que nuestras respuestas sonaron muy poco convincentes. No habíamos visto a nadie. Aquel desgraciado nunca se movió. Tampoco el loro. Incluso habíamos echado una cabezada.
 
-¿En solo cuarenta y cinco minutos han tenido ustedes tiempo de dormirse?
 
Hasta el menor detalle parecía delatarnos. Nadie nos creyó. Confiábamos en la autopsia, en las pruebas de ADN, en los registros que habían efectuado al resto de los ocupantes del tren. Hasta en el loro confiábamos. Sin embargo, tras una noche en el calabozo, incluso nosotros mismos comenzamos a dudar de nuestra historia.

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