martes, 22 de abril de 2014

Un crimen casual

Nací  en 1920, cuando los carromatos surcaban los caminos y cuerpos mendicantes exhibían por doquier su miseria. Mis padres, cuyo propósito al traerme a este mundo era meramente lucrativo, decidieron dejarme en la puerta del orfanato municipal cuando tan solo contaba diez días. Ambos formaban parte de una troupe circense y les bastó con echar una primera ojeada sobre mí para convencerse de que, durante largo tiempo, no iba a suponer para ellos más que una carga. Nunca antes habían visto a un bebé de cerca y debían pensar que madurábamos mucho más deprisa. El plan que habían concebido consistía en enseñarme a cepillar animales, darles de comer y acarrear bultos en cuanto pudiese mantenerme en pie, e instruirme en alguna de las habilidades circenses (payaso, trapecista, domador) para que me convirtiera en la estrella de la función –presuponían mi habilidad innata para cualquiera de ellas al haber sido adiestrado en sus secretos desde la más tierna infancia– con la que pensaban nadar en la abundancia sin que yo percibiese ni un céntimo. Incluso tenían previsto ahorrar en mi manutención acostumbrándome a ser frugal desde el principio.
Georges Seurat - El circo
  Mi padre era faquir, según creo, y mi madre mujer barbuda. Quien le fabricaba las barbas postizas era mi abuela paterna, a la que nunca llegué a conocer, un prodigio de habilidad según tengo entendido, pues no había forma de distinguir sus creaciones de la natural vellosidad ni arrancárselas por mucho que tirasen de ellas a no ser que las pusiesen a remojar en un mejunje de su invención.

En cuanto mis padres comprendieron su error, decidieron prescindir de mí durante los cinco o seis años precisos para que adquiriese la fortaleza y conocimiento que garantizarían su futura inversión. Para llevar a cabo su abandono, lo mejor que se les ocurrió fue meterme en un saco y colocarlo en el último escalón de la entrada principal del orfanato, tocar el timbre y doblar la esquina a todo correr.
En aquella institución fui feliz. El tío Braulio, encargado de la enfermería y solterón recalcitrante, fue como un padre para mí. Él me enseñó lo que creyó necesario para convertirme en un hombre. Mis profesores no eran precisamente unas lumbreras pero hacían lo que podían por un salario más que exiguo, el afecto que sentía por mis compañeros me hizo un experto en peleas, me convertí en inseparable de Batuta, el mastín que ladraba a los intrusos haciéndoles creer que mordía. Y, como me mantenían bien alimentado, crecí robusto y saludable.
Georges Seurat - El desfile del circo
Ocho años después se presentó mi madre a reclamar sus derechos. Había quedado viuda hacía poco, según dijo, y ahora me necesitaba más que nunca. Declaró que solo la necesidad más extrema le había obligado a separarse de mí, arrojó unas pocas lágrimas, se quejó de lo dura que es la vida y, como presentó la documentación pertinente, no tuvieron más remedio que entregarme.
El día de mi partida el orfanato en pleno amaneció inundado en llanto. Organizaron una fiesta con flores, dulces y música y, para rematar tanta felicidad, me regalaron a Batuta. Braulio pensó que con ello me garantizaría un compañero insobornable, nunca lo hubiera hecho, el pobre perro murió pronto de inanición y yo no le seguí de milagro. Debía entrar en la jaula de los leones sin preparación previa con grave peligro para mi vida, montar en bici subido en el trapecio aunque sufriese de vértigo y me temblasen las piernas, ejercer de criado para todo a tiempo completo y sin protestar. Años después, obnubilada por una de sus frecuentes borracheras, mi madre me confesó el motivo real por el que fui abandonado de esa forma.
Una noche de otoño, empujado por la más feroz de las desesperaciones, preparé concienzudamente mi ahorcamiento. Pero algo se torció: en el preciso instante que la cuerda colgaba de la viga y yo sostenía la banqueta en mis manos, sencillamente, ella pasó por allí.

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