jueves, 22 de mayo de 2014

Pánico en el tour (III)

Noelia y yo nos lanzábamos miradas inquietas. Cada vez más inquietas y cada vez más. La estudié atentamente, me vi reflejada en el espejo. Empezábamos a parecernos un poco las dos. Al menos en los ojos inestables y el rubor, casi inapreciable en ella pero no en mí, que llevaba las orejas al aire. Se me ocurrió tocarlas y ardían. Ella tampoco me quitaba ojo, intercambiábamos destellos inteligentes, mudas peticiones de auxilio. Una vez me preguntó sin palabras: “¿Qué estamos haciendo aquí?” Y yo, con un vistazo instantáneo a Gloria y a María, quise decirle: “Míralas, están entusiasmadas. No podemos irnos sin ellas, vamos a esperar un poco”. Entonces bajó la vista y lo interpreté como un gesto de asentimiento.
 
Nos hallábamos ante el mago de la condescendencia.
Richard Estes - Óleo y acrílico

Había anochecido ya. Una noche tibia del mes de julio belga, en la que, para variar, no nos importaba habernos saltado la cena del hotel pues el festín del mediodía aún lo habíamos digerido a medias. O se nos había atragantado debido al extra de esfuerzo que suponía sonreír constantemente.
 
Hacía rato que estábamos sentados en la terraza de un café donde ya no quedaba ni un alma. También las calles estaban vacías, y eso es lo que más nos preocupaba a Noelia y a mí. Gonzalo el sevillano-con restaurante propio en Bruselas no dejaba de contar anécdotas ni nuestras nuevas amigas de jalearlas. Para colmo de males, el pequeño patio no estaba a ras del suelo sino en un emplazamiento elevado al que rodeaban unas cuantas jardineras cargadas con frondosos arbustos. Es decir, aquel era un lugar aislado, o íntimo, según se mire. Pero ¿quién había pedido intimidad?
Ralph Goings
De la calle no llegaba ruido ninguno de claxon, motores o ruedas. Entretanto se nos había unido un individuo, menos dicharachero que su colega, cuya extrañeza era tan comprensible como evidente, y con el que resultaba imposible intercambiar impresiones porque no hablaba más que alemán. Imaginé que estarían tratando alguna cuestión prioritaria cuando Gonzalo y él comenzaron a lanzarse exabruptos con una furia inaudita. En mi opinión, era el momento idóneo para levantarnos y huir, pero las pardillas –ahora no me cabía la menor duda– de nuestras vecinas de asiento parecían más encandiladas aún. Y si su admiración traspasaba ya todo límite ¿cómo iba yo a defraudarlas?
 
Intenté atisbar algún movimiento en la calle a través de las ramas de conífera, pero no encontré ni un hueco libre. La única que, desde la esquina donde estaba sentada, dominaba todo el frente delantero era nuestra amiga, la morena del pelo rizado, pero ni por lo más remoto se le hubiera ocurrido atender a algo distinto de las palabras –por otra parte, incomprensibles para todas nosotras– de nuestro amable secuestrador. Término que puede parecer algo exagerado a esta altura del relato, pero fue en ese momento cuando, sin buscarlo, se instaló en mi mente ya que, desesperada por asirme a un testigo cualquiera, fuese transeúnte ocasional, gendarme, conductor de autobús y hasta perro vagabundo, me fijé en la sonrisa cándida y despreocupada de Gloria.

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