miércoles, 10 de septiembre de 2014

¡Y yo con estos pelos! (II)

Todo ello sin prescindir nunca de la rentabilidad, y por tanto, de la urgencia. O de la rentabilidad urgente. Prisa por desalojar las vitrinas de novedades, necesidad de sustituir lo más rápidamente posible. Hay que producir a gran velocidad porque todo pierde vigencia casi de un día para otro. Se consume con fruición. Ya el propio término consumo lleva implícita la idea de poda. Se participa en clubs de lectura presenciales o virtuales, en foros de todo tipo, se intercambian videos, películas, discos, cualquier producto audiovisual traspasa continentes a velocidad de vértigo. Hace falta leer o escuchar lo que se considera cool ese mes, confrontar la propia opinión con la ajena y adaptarnos a lo que se lleva dentro de lo posible. Cualquier obra nueva o recuperada, sea del tipo que sea, es susceptible de comentario y comparación, se establecen rankings; podios imaginarios se derriban casi inmediatamente después de construirse y ocuparse, se establecen valoraciones urgentes. Nadie se siente satisfecho hasta no alcanzar el consenso con la mayoría pero, una vez homogeneizado el gusto, se olvida el producto y se pasa a otro. La elección individual, calmada, que va calando en las mentes, dejando poso, asimilando el canon de lo clásico para elaborar una identidad cultural sólida –para lo que hace falta una elaboración incomparablemente mayor que esos consensos tuiteros tan en boga–, todo eso se ha perdido en gran parte. No es que todo el mundo interesado por la cultura se encuentre inmerso en esa vorágine, pero es cierto que constituye una tendencia al alza mantenida e incrementada por las generaciones que vienen arrasando.
Colosseo - Miguel Cuba Taboada - Exposición Estación XV - Real Academia de Bellas Artes de S. Fernando - Madrid

Mientras tanto, aquí estamos. Con estos pelos o con otros. Nos podemos colocar una peluca, hacernos un injerto de pelo o ponernos una cara nueva. Vivimos, nos movemos, empujados por lo que se mueve a nuestro alrededor, por una efervescencia de tal calibre que se escapa de un instante a otro. Sin duda, nos hallamos en una encrucijada cultural comparable a la explosión de las vanguardias de principios del siglo pasado. Una y otra, etapas incuestionablemente críticas que han pretendido cambiar el mundo. No cabe duda de que las nuevas tecnologías, al propiciar una cultura de la imagen que derivó en lo que Vargas Llosa denomina civilización del espectáculo, ha acabado por hacerlo irreconocible. Se trata de dos momentos comparables. Opuestos en gran parte, pues lo posmoderno, en oposición al elitismo vanguardista, ha abandonado todo propósito distinto al objeto en sí; además, se muestra en principio como accesible a todo el mundo. Pero son también similares ya que, no obstante, los movimientos artísticos, con su afán por intelectualizar, fragmentar, reinterpretar, fusionar unas obras –por lo demás, sencillas en su literalidad– ha perdido la conexión con el gran público, que, contrariamente a los artistas, aún no ha renegado por completo de los cánones.

Registrar toda esa proliferación de novedades requiere de un tiempo, un espacio y, sobre todo, de unos cerebros que hoy por hoy no están disponibles. Quizá algún día, los seres clonados abarquen mucho más que nosotros. Por lo pronto, la gente que puebla el planeta -aunque acostumbrada a pisar sobre un suelo cambiante- se siente abrumada ante tan descomunal bombardeo. Pero hacemos lo que podemos, tengamos pelo, seamos calvos o nos hayan transplantado una palmera sobre nuestros cueros cabelludos, lo que se espera, estemos o no por la labor, es que nos reciclemos. Y más nos vale, porque la alternativa es morir. 

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