miércoles, 15 de abril de 2015

El botín de la alcazaba (I)

Salió del taller más pronto que de costumbre, dejó el bastidor y el saco con los ovillos sobre el velador de la cervecería mientras se fijaba en Makbara derribada bajo el taburete contiguo, precisamente la novela de Juan Goytisolo que estaba leyendo. Solo tuvo que agacharse para comprobarlo: se trataba del libro que por entonces solía llevar en el bolso. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Al estirar cada página arrugada y sacudir el polvo de la acera cayó una tarjeta de visita.


Tristan Quehec
BOUTIQUE ZULEMA
90000 Tánger (MARRUECOS)

Y detrás, a mano:

“Busque el periódicos local de ayer martes. Sección sociedad, página 28, entradilla superior derecha. Siga instrucciones sin demora. Cuestión de vida o muerte.”

Desde el otro lado de la acera, Bruno esperaba turno para cruzar. Sonreía. Sin mirarle supo que llevaba puesta la gastada chaqueta de ante, que su incisivo superior continuaría partido a causa del reciente derrape de su moto. Esforzándose por actuar pausadamente y tras guardar el libro en su sitio, tiró de una costuras del forro hasta que cedió, luego desplegó los bordes cuidadosamente y ocultó en ese espacio la tarjeta. ¿Sería cosa de su novio? Imposible imaginárselo. Repasó algunos rostros conocidos. Residir en una ciudad cercana al estrecho y relacionarse con toda clase de gente, a veces, deparaba esas sorpresas.


Mission a Tanger


Pidieron el menú del día y comieron charlando alegremente, voceando para saludar a los de la mesa del fondo, comerciantes del barrio que, como ellos, comían diariamente en aquel local. Después del café, abandonaron la zona peatonal para pasear por la orilla del río y estirar un poco las piernas. Sonia continuaba inquieta pero, después de tantos años llevando dos vidas paralelas, dominaba bastante bien sus nervios.

Aquella tarde, en la biblioteca, rebuscó meticulosamente entre los rimeros de papel. Al dar con el número indicado, leyó:

“Apenas falta una semana para que el tesoro de los tartesios, descubierto el año pasado en la bahía y oculto desde entonces en un punto muy concreto de nuestro recinto amurallado, sea desenterrado y vendido a un potentado marroquí por una cantidad exorbitante. Nadie más que tú puede impedirlo.”

Alguien se había tomado la molestia de insertar aquello a dos columnas solo para que ella pudiese leerlo. Como había sido meticulosamente entrenada, supo cual debía ser el paso siguiente. Todo el domingo lo pasó conduciendo a lo largo de la costa. Tomó luego el ferry hasta Ceuta y de allí, sin tiempo que perder, se dirigió a Tánger. Cargaba con un pequeño tesoro oculto entre los hilos de un tapiz de seda. Esa noche apenas durmió, de madrugada ya estaba haciendo guardia a la puerta del almacén; tuvo que esperar horas en el escalón más bajo de una callejuela vecina atestada de pequeños comercios que ofrecían abalorios, especias, plantas, serpientes y refrigerios de fiambre con pan ácimo.

Al fin, mientras rebañaba las legumbres que le habían servido en una escudilla de fibra vegetal, descubrió una apresurada figura que se inclinaba bajo el alfeizar y extraía de su cintura un manojo de llaves. En cuanto hizo amago de rozar la puerta, Sonia, de dos saltos, ya se había situado a su espalda. El cuerpo de la otra dio un respingo, le temblaron un poco los hombros pero se mantuvo en la posición de antes.

-¿Quién es usted?

Hablaba con marcado acento francés.

-Cuando entres hablamos. –Respondió Sonia.

Pero la mujer hizo todo lo contrario, atrajo la hoja de nuevo hacia sí hasta que oyó encajar la cerradura y se la quedó mirando secamente. Las llaves se perdieron de nuevo entre sus faldas.

-¿Ha traído lo nuestro?

-Ciento veinticinco monedas fenicias que he ocultado en algún lugar de Tánger.

-Había más.

-Lo otro forma parte de nuestro patrimonio y se ha puesto a disposición de mi gobierno. Aceptad lo que os ofrecemos y será mejor para todos.

Ella no la escuchaba ya. Grabó unas palabras con la uña en el yeso del muro y agitó los brazos alrededor de la cabeza.


“Escapa. Estás en peligro.”
(Continuará)

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