lunes, 20 de abril de 2015

El botín de la alcazaba (y II)

Apenas lo hubo leído, la mujer le volvió la espalda y se puso a borrarlo con la manga. Justo cuando se disponía a obedecerla, desde el lado sur de la calle aparecieron tres hombres corriendo. El más grueso le sujetó los brazos a la espalda, otro la apartó de la puerta a empujones; la mujer sin rostro, aprovechando la coyuntura, se metió a toda prisa en la tienda.

-¡Muévete! Tú eres turista buscando recuerdo de país.

-De la plata ¿dónde? –preguntó el que tenía delante, un rubio grueso que aparentaba ser el mandamás. Su impecable traje de cheviot le daba aspecto de parisino acomodado.

-Debes comprar vajillas, caftanes, sandalias. –Ordenó rudamente uno de los acólitos.

-Sabemos en qué hotel te alojas. –Añadió el francés.

-Solo soy una humilde artesana.

-Muy lista usted. –Repuso uno de ellos con voz ronca; guiñó un ojo y los tres se echaron a reír.

Allá dentro, la chica desembalaba cuencos de loza y los iba alineando en la alacena. Preguntó a Sonia qué deseaba como si no la hubiese visto en su vida, aunque era ella la que seguía sin descubrirse.

-Fuera los dos. –Ladró el jefe.

En cuanto se quedaron los tres solos, la mujer aflojó un poco el velo. Era cetrina, bastante joven y le palpitaban un poco los labios.

-Mi embajada sabe que estoy aquí. –Indicó una Sonia cada vez más insegura.

-Tu embajada soy yo, estúpida. –Respondió el dandi. Ella intentó no amilanarse.


-Si has pensado quedarte con todo, te estás equivocando. La suma total apenas tiene valor, lo que tengo preparado es la recompensa a tu silencio.

Los dos hombres continuaban de espaldas guardando la puerta.

-Charles, Charles. –Masculló uno de ellos. –Escondeos. Vienen hacia aquí.

El jefe la obligó a escurrirse por la boca de la trastienda y a avanzar en cuclillas restregando la espalda contra la pared; ya en el lado opuesto, empujó una trampilla y salieron a un patio sembrado de cascotes con un lavadero al fondo. De repente, había un teléfono vibrando en las manos de su captor. Sonia no podía apartar la vista de él mientras escuchaba: “Oui, oui, oui”, ni una sola palabra que pudiese aclararle algo. Pero al cortar la comunicación le dio a entender que no habían encontrado nada en su cuarto.

-Esas monedas, tienes que llevarlas encima. –Susurró.

Ella le miró impasible.

-Están bien escondidas en el coche de mi novio.

Soltó una risotada.

-Faux. Has venido sola.

-Eso es lo que te hemos hecho creer, están aquí y van a rescatarme ahora.

Le vio asomarse a un ventanuco y mirar dentro.

-Zulema, -aulló- ven a registrar a esta zorra.

Sonia intuyó que, de los agentes, no debía quedar ni rastro. Pero el jefe se había confundido: vieron salir a la dependienta esposada, la escoltaban tres policías y Bruno era uno de ellos. A la española le flaquearon las piernas.

-Sonia, perdóname. No podemos poner en peligro una misión permitiendo que una de nuestras agentes se ennovie con alguien ajeno al cuerpo, ni lavarnos las manos mientras ella se interna por la jungla de un país extranjero sin blindarla más que a una caja fuerte.

-Pero yo no soy una novata. –Se atrevió a murmurar. De todas formas, Bruno jamás parecería un agente de la ley.

-¿Y esa ropa que llevas?

-Prestada, nos la han proporcionado en comisaría, tenía que parecer que éramos de aquí. –Bajó la voz– Estos cuatro ya están listos.

-Pero la chica estaba de mi parte.

-Lo hemos visto todo, solo quería que te confiases. Naturalmente, cumplía órdenes.

Mientras tanto el patio se había llenado de uniformes. Sonia tuvo que contenerse para no abofetear a su falso novio. Tendría tiempo de sobra, ahora lo que urgía era concluir la operación.

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