martes, 5 de julio de 2016

Incultura política y justicia poética

El que no se consuela es porque no quiere. Si alguna ventaja ha tenido esta última campaña electoral (y alguna tenía que tener, no todo va a ser negativo) es la ausencia de carteles electorales. Y es que, desde hace ya años, tengo comprobado que para algunos electores –afortunadamente, cada vez menos– resulta determinante la famosa foto del candidato que aparece colgada en las farolas. Parece cosa de risa que algo tan decisivo para nuestra forma de vida se decida de forma tan arbitraria. Lo parece, pero no tiene ni pizca de gracia, al contrario, es un hecho preocupante y revela una gran irresponsabilidad por parte de quien tiene en sus manos un grano de arena que se unirá a otros muchos para decidir el destino de un país durante los próximos cuatro años. Afortunadamente, esto parece estar cambiando, la gente empieza a preocuparse por cuestiones sustanciales, se informa más y –quiero creer– ha pasado de moda presumir de que “yo no entiendo nada de política”.  Esa ha sido la única consecuencia no-nefasta de la crisis: al ser tan larga y tan dañina, ha acabado por concienciar, o al menos hacer pensar un poco, a todos esos que llevaban toda una vida resistiéndose. Pensar es molesto, guiarse por la foto garantiza comodidad y rapidez. Pero hasta eso tiene sus peligros, ya que algunos, con tal de no poner en marcha las neuronas, han cambiado la foto por el consejo del periodista demagogo de turno en las tertulias políticas de la tele.
Fuente: Internet
Habría que fabricar una democracia más fundamentada en hechos objetivos que en artimañas publicitarias. Sé que no es fácil pero algún mecanismo tiene que haber. Los procedimientos actuales comienzan a provocar situaciones absurdas como lo del Brexit británico, que a pesar de haber triunfado no convence a casi nadie, o ese empantanamiento gubernamental en el que los españoles estamos sumidos y que, de tan tedioso, empieza a darnos igual.
No tiene buena prensa en España criticar la incultura política, parece que restamos libertad a los votantes. Pero el que vota en contra de sus propio intereses por pura vagancia mental es como el kamikaze de las carreteras: da igual que se acabe pegando la torta, lo malo es que pone en peligro a los demás automovilistas. Vivimos en sociedad. Ignoro si la mariposa de Nueva York provocará un huracán en Tokio, pero no me cabe duda de que, en asuntos electorales, cualquier gesto, movimiento, palabra, voto o ausencia de ellos produce un imparable efecto dominó. Y eso, por ahí fuera, lo entienden perfectamente.
“Sin embargo, hasta los que toleran la duda tienen su límite. La opinión pública podría haberse mostrado dividida con George Bush y John Kerry en 2004 y con John McCain y Barack Obama en 2008, pero en una cuestión al menos hubo casi completa unanimidad: todos despreciamos al votante indeciso. Incluso el tratamiento que la extrema izquierda y la extrema derecha dispensaron a sus respectivas némesis pareció positivamente respetuoso en comparación con el odio, desdén y mofa dirigidos contra los indecisos. Dos ejemplos, seleccionados ambos de las elecciones de 2008, bastarán para ilustrar este aspecto. En el Daily Show, Jon Stewart presentó un gráfico que dividía a los votantes indecisos en cuatro categorías igualmente poco halagadoras: “Los que tratan de llamar la atención, los demócratas racistas, los inseguros crónicos y los estúpidos”. Unas semanas después, el humorista David Sedaris escribió un artículo en el New Yorker que se hizo famoso de inmediato; en él imaginaba que se producía en un avión la siguiente situación: “La azafata se acerca por el pasillo con el carrito de la comida y al final se detiene junto a mi asiento. “¿Puedo sugerirle el pollo?”, me pregunta, ¿o prefiere el surtido de mierda con cristales rotos?” Ser indeciso en esta elección”, escribía Sedaris, “es detenerse un instante y luego preguntar cómo está guisado el pollo”.

En defensa del error. Un ensayo sobre el arte de equivocarse, Kathryn Schulz,            
Siruela 2015 (pag. 169)

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