sábado, 30 de enero de 2016

Escalera de vecindad (y IV)

“En el arte solo se expresa bien lo que fue asimilado ingenuamente. No les queda a los artistas más que volverse hacia la época en que no eran artistas e inspirarse en ella, y esta época es la infancia.”
Cesare Pavese

Sentada en el avión, junto a su ex haciéndose el dormido para evitar la incomodidad del momento, continuó con sus divagaciones. Sabía que él depondría su actitud, como siempre, en cuanto pisasen el aeropuerto de Barajas: le juraría otra vez fidelidad eterna, reanudarían sin remedio su eterno diálogo de sordos y aquellos preciosos silencios se interrumpirían por una buena temporada.
Tomás era un buen técnico, pero no tenía imaginación ni para poner excusas cuando le daba por ausentarse. Era comprensible. Cuando le preguntaba por sus recuerdos infantiles se quedaba en blanco, algo perplejo incluso. No había nada que recordar. Padres, hermanos, una ciudad y la escuela. ¿Gente extraña a mi alrededor? Pues no sabría decirte.
No era su caso. Había nacido sobre un polvorín, un filón de maravillas, y había sabido aprovecharlo.
Resultado de imagen de historia de una escalera
¿Qué niño era capaz de atesorar esos recuerdos? Ella. Y los había agitado en su coctelera interior para crear decenas, cientos de desvaríos. Alucinados, obsesivos, desquiciantes, de factura reconocible y personalísima.
De noche les custodiaba un ladrón. Según las malas lenguas, el sereno se introducía en las casas cuando las familias estaban de viaje para robarles joyas y pieles. Escuchando la punta de su chuzo y el tintineo de aquel llavero inabarcable, una se dormía figurándose como se deslizaba por los pasillos, desvalijaba armarios, raptaba al perro, al gato o a los niños de la casa. La portería nunca había sido el lugar acogedor que cabría suponer sino un cubículo inmundo que hubo de cerrarse a cal y canto para sustituirlo por un mostrador en la planta baja, bien despejado para que ninguna pareja furtiva sintiese la tentación de hacer cochinadas allá dentro.
Alusiones de adultos tal vez mal interpretadas por la niña de la casa. Pero lo emocionante no eran las certezas sino dejarse arrullar por el tropel de fantasías que la asediaban a todas horas. ¿Quién podía negar que entre el 2º C, su casa, y el 2º A –habitada por la viuda (o repudiada) de un militar ario cuya hija había sido concebida mientras él luchaba en las estepas– se encontraba el 2º B, un nido de mujeres solas que recibían visitas a horas discretas hasta que la policía lo clausuró?
¿Habladurías? En el 2º D había una soltera entrada en años, con férreas convicciones cristianas, cuya única expansión consistía en jugar al tute con la peña los jueves por la tarde. Pero a su lado, en el 2º E, una pareja de bailarines –cincuentones por entonces– habían vivido en pecado durante la década de posguerra, enclaustrada ella a la fuerza, a pesar de su aire garboso y el cuerpo cimbreante, para evitar ser denunciados. Águeda hubiese dado cualquier cosa por conservar a perpetuidad la figura frágil y esbelta de aquella mujer.
Justo encima de ellos, el lisiado del tercero era el que más pena daba. Los domingos recorría, apoyado en su madre y el pizpireto hijo mayor –y aún así a paso de tortuga– los escasos cincuenta metros que les separaban de la parroquia. A la tarde, se entretenían viendo pasar gente tras los cristales del café Soria a no ser que hubiese toros. Parece ser que la madre, además de cuidar en el domicilio matrimonial a los otros cinco niños, ejercía de taqui-meca en algún oscuro despacho por cuatro perras mal contadas. El mundo al revés: mujeres que mantienen a sus hombres. Se aproximaba el juicio final, de ahí que la primogénita del 5º F tuviese el pelo cuajado de canas con tan solo nueve años.
La del 4º H, doña Emérita (monja durante la guerra, casada más tarde y viuda prematura por un ajuste de cuentas de un paisano que le descerrajó al marido un tiro en la nuca mientras andaban cazando los dos) autorizada a llegar, jeringa en mano, hasta el fondo de las alcobas con permiso de los médicos, amenizaba la tarde con jugosas anécdotas en cuanto acababan de rezar el rosario. Según ella, sarna, pulgas y demás tropa infecciosa traspasaría pronto las paredes de sus vecinos del I –donde convivían tres perros, cinco gatos, una decena de pájaros, un par de cobayas y que solo se limpiaba con serrín– para abalanzarse sobre ella y el huraño, calvo y esquelético individuo al que durante más de treinta años arrendaba un cuarto sin derecho a cocina.
El flanco derecho se inclinaba. Tenía a Tomás ligeramente encima, aparentando que estaba dormido mientras apretaba puños y párpados. Si se cayesen ahora, se haría papilla al instante tras solo unos segundos de vértigo. Desintegrarse, el final perfecto. Se ahorraría los malos tragos que ya veía venir: ceremonias, galardones, falsos elogios, chismorreo a raudales, zancadillas. El amargor de un triunfo que no le correspondía, pura chiripa inmerecida tras lustros tragando sapos a la espera de una recompensa que nunca llegó.
Al amanecer, la calle se inundaba de olor a pan recién cocido; como cada mañana, el carpintero elevaría su persiana metálica de golpe; comenzaría el trinar en las acacias; las primeras luces, filtradas por el ramaje, alcanzarían la acera. Faltaba que saliese el enano del primero a sentarse allá enfrente con su cesto de pipas; su vecina, la niña cuarentona, rebasaría la esquina a pasos cortos sujetándose el velo del brazo de su madre; les seguirían las hermanas de labios frambuesa, tan apergaminadamente maquilladas que ya no parecían de este mundo. La corpulenta y veinteañera sobrina se habría fugado la noche pasada con su insignificante novio de casi diecisiete para escapar, antes que a la mofa y el desprecio del vecindario, de su trasnochada y tiránica tutora.
Más historias en la recámara. Cuando empezaban a alcanzar la península, les despertaron las turbulencias.

lunes, 25 de enero de 2016

Escalera de vecindad (III)

Águeda Frutos ajustó las persianas metálicas, por precaución sí, pero sobre todo para no tener que contemplar a esa hora la cotidiana imagen de los nativos instalada en las entrañas de la más refinada opulencia (una desazón que, sin duda, la perseguiría hasta su fin), introdujo en la ranura del reproductor una película cualquiera y se sirvió el primer licor que le vino a la mano. Solo por una noche desoiría los requerimientos del skype: le faltaba ánimo para reunirse virtualmente con el resto del equipo. Tenía que paladear completamente sola el sabor amargo del éxito. Tras veinticinco años de probarse a sí misma sus facultades, de ceder al decadente guionista principal todos y cada uno de sus hallazgos, de conformarse con aparecer como simple ayudante en todos los títulos de crédito, había acabado aquí, en la otra punta del mundo, brillando en un proyecto para el que nunca la había preparado nadie. La imaginativa Águeda, la genial, la que recibía palmaditas en la espalda como compensación por la falta de reconocimiento público, había pasado de guionista de tercera oficial a rodar un magnífico documental sobre aborígenes. El destino no era –como había creído siempre– un irónico duendecillo que se troncha bajo su gorro verde encaramado en el más alto pináculo de la torre sino un enorme hijo de puta que hinca la daga en los corazones refocilándose con el dolor de sus víctimas. Las imágenes del video enmudecido confirmaban el desatino que suponía seguir viva en aquellas circunstancias, el portátil emitió dos o tres señales más y calló por fin.
Resultado de imagen de peter pan
La culpa de ser como era, de su fantasía desbocada, de esa imaginación que se desataba con el mínimo estímulo la tenía el edificio donde nació, a caballo entre la zona de más rancio abolengo de la villa y una barriada algo menos próspera. La tenía una familia atípica en su vetustez, tan anacrónicamente arcaica que casi resultaba moderna. La tenía un entorno tan estrecho, tan apartado de la realidad para los niños de entonces, que debían buscar mundos alternativos por su cuenta y riesgo. La tenía no haber visto nunca un caballo ni una vaca. Ni montañas. Ni haberse subido a un árbol cuando aún estaba a tiempo ni haberse asomado a la costa hasta después de cumplir los siete.

Soñar despierta con los ojos cerrados era, pesara a quien pesase, lo que de verdad dominaba. Se mojó los labios con el whisky, no pasó a mayores porque la maniobra le exigía una total lucidez. El edificio era gris, con un encalado como costra reseca, la balaustrada de mármol donde ella flexionaba la cintura, con la cabeza colgando peligrosamente en el vacío, se encontraba en el primer piso, justo encima de la puerta principal, un lugar privilegiado para vigilar idas y venidas, escuchar conversaciones y mantener bien sujeto el pulso de aquel tramo de su calle, vital por ser nexo de unión de otras dos mucho más importantes: la castiza y una de las prósperas.
(Continuará)

miércoles, 20 de enero de 2016

Escalera de vecindad (II)

Se despertó en su bungaló con la primera claridad del alba. Recordaba el último brindis como una sucesión de manchas borrosas. La envolvía un círculo de gente, después alguien la sentó y todo se volvió oscuro. No podía haber vuelto a casa por sus propios medios y el que la había llevado quizá seguía allí, husmeando en su vida o durmiendo. Alarmada, se asomó al porche, al cuarto común, a las instalaciones prefabricadas, multifuncionales y asépticas, ahora tan desiertas como de costumbre. Quienquiera que se hubiese tomado la molestia se había asegurado de dejar la cerradura encajada. Falsa alarma, pues, pero seguía molestándole haber perdido la noción del tiempo, no saber calcular cuánto había dormido. Empezó a llenar la bañera y puso agua en el microondas. Esas infusiones que vendían dentro de bolsas de tela en el chamizo compuesto por un mostrador de cuatro tablas y un toldo hecho jirones hacían más efecto que el café.
Edward Hopper

Se había adelantado la temporada de lluvias, solo por unas cuantas horas no había interferido en el rodaje. Escuchando el golpeteo sobre el tejado de uralita empezó a compensarle tanto andamiaje artificial. Hasta entonces, con la ingenuidad del que no imagina cuántas calamidades pasaban los autóctonos, había lamentado la inautenticidad que significaba no ser acogida por paredes de tablas ni dormir bajo mosquitero ni sufrir la caldosa calorina nocturna. Estaba claro que el pretendido encanto de la miseria no podía competir con el confort y la higiene que habían constituido su paisaje.
Soñó despierta hasta que el agua se enfrió tanto que se sintió expulsada de golpe. Imaginar escenas, tras semanas de no haber hecho otra cosa, se había vuelto lo más sencillo del mundo. Una triunfadora vestida de diseño. Flashes, micrófonos rodeándola, demoradas entrevistas para revisar una vida tan anodina como todas. ¿Qué circunstancia vital le ha conducido a ser la que es? Celebro que me haga esa pregunta. Tópico tras tópico. Todo estaba sobado y resobado, nada que no hubiese presenciado mil veces. Pensó que le hastiaría cualquier episodio que protagonizase a partir de ese momento, ni siquiera el éxito iba ser capaz de saciarla.
 (Continuará)

viernes, 15 de enero de 2016

Escalera de vecindad (I)

También la lluvia - Itziar Bollaín (2010)
El equipo entero se había reunido en la taberna local para celebrar que aquello se acababa. Habían alquilado el negocio –apenas una choza de cañas cubierta de estantes con botellas de licor casero, conservas en lata y Coca-Cola– a la vez  que el resto del poblado, en una operación única. La mayor bicoca de la historia, en opinión del productor, disponer de un plató viviente, con figurantes inmersos en su vida cotidiana, es decir, actuando a pleno rendimiento sin pedir un solo dólar por interpretarse a sí mismos a lo largo de jornadas enteras. El documental tuvo un carácter divulgativo, en su faceta más solidaria, hasta que rebasó la etapa de proyecto. Se pretendía llamar la atención sobre las carencias de aquel rincón del mundo dejado de la mano de los hombres, sin apenas medios de subsistencia fuera de cuatro frutos resecos por la sequía y de unas cuantas aves famélicas, sin instrucción ni capacidad de intervenir políticamente, atentos solo a la ira de sus tótems, inmerso en sus ritos defensivos, más inermes y míseros de lo que alcanza la imaginación, con una juventud migrante que, antes de rebasar la pubertad, se instalaba en una de las urbes más populosas del planeta para trabajar de sol a sol en fábricas irrespirables por un minúsculo cazo de comida hasta derrumbarse al caer la noche en el canal de ventilación de cualquier rascacielos, inhabitable y carísimo, que, a falta de algo mejor, se veían obligados a alquilar.


La vorágine (Serie) - 1990
Jaleaban a la flamante directora haciendo chocar las copas por encima de sus cabezas, arrojando luego su contenido descuidadamente en sus estómagos, berreando canciones que habían estado de moda mucho antes de que la homenajeada fuese concebida por sus padres. Aunque vislumbraba aquel tugurio como un caleidoscopio borroso y mareante, Águeda Frutos no podía ignorar que había triunfado. Al margen de los hermosos propósitos que les habían encaminado hasta allí, acababa de demostrarse a sí misma su capacidad para combinar miríadas de factores hasta llegar a alumbrar un producto que, además de generar una fortuna, no iba a dejar a nadie indiferente. Dio una calada al cartucho que alguien había puesto en su mano y lo pasó al bulto de su izquierda. Aunque de forma nebulosa, barruntaba que, si bien no habían logrado su propósito altruista, aquel había sido un decidido y generoso primer paso para colocar a aquella buena gente en el mapa exponiéndola a las miradas compasivas de la comunidad internacional.



El corazón de las tinieblas - Román Chalbaud (1990)
Hacía más de tres décadas que soñaba con ello. Ya no era ninguna jovencita, y esto añadía algo de valor al hecho de haber aprovechado a conciencia el último (y único) tren que tuvo la deferencia de pasar por su estación. Durante las últimas semanas, inmersa en una actividad atropellada y en un escenario de espanto, se había confesado que su pretendida genialidad no era tal, que la receta de lo que –se preveía– iba a ser el bombazo de la década contenía cierta capacidad organizativa demasiado común para enorgullecerla y, por encima de todo, esa fantasía congénita que, al rozar lo enfermizo, había mantenido latente a lo largo de su vida adulta. Pero era ahora, todavía nadando entre algodones, cuando empezó a convencerse de que su alocada necesidad de inventar sin límite, que amaba tanto como aborrecía, era la única responsable de toda esa sucesión alucinada de imágenes, abigarradas, imprevisibles, rescatadas de algún rincón de la ultratumba.
                                                          Continuará


domingo, 10 de enero de 2016

Insomnio (poema)


Expuesta y bebiendo un instinto,
que a estas horas parece transformarse
ante los ojos del fondo de la noche,
bebo la calma a sorbos,
rasgo la cortina ensombrecida,
aspiro el vino rociado en un tobillo vegetal,
me enrosco en el penacho que corona
la palmera más esbelta,
deslumbrante de verde savia y guacamayos.

Una brasa de anhelo pone mi sangre en vilo.
Sopor y lucidez
en el mismo, y único, instante.

martes, 5 de enero de 2016

Jonás era mujer

 1
La noche palpitaba, como una masa enorme que avanzase sobre el agua, derrumbando a su paso las naves más frágiles, haciendo titilar pequeñas luces, propagando una fragancia algo acre. Como una ballena ciega que susurra.
2
Ella se acercó al tocador. Rozó con las uñas la raíz del pelo, de la frente a la nuca, observándose de reojo; se aplicó dos toques de perfume, dejó caer el frasco en el fondo del bolso y abrió la puerta. La recibió una ráfaga de viento hostil.
3
Él había llegado ya. Durante unos segundos contempló a través de la vidriera su figura taciturna. Luego irguió el busto, tomó aire, saludó al maitre uniformado y avanzó entre las mesas sonriendo.
Se besaron con pasión contenida. Habían llegado a una fase en que las manos se buscan y los ojos se rehuyen. Ella había pasado alguna noche en la casa del hombre, él no conocía la suya aún.
La estrechó más tiempo del necesario y ella se sentó disimulando el disgusto. Le tranquilizó pensar que él apenas hablaba, pero cuando le escuchó las frases de siempre se sintió incómoda otra vez. Claro que era suave, ninguna piel está hecha de roca, claro que era femenina, las mujeres suelen serlo.
4
El que se acercó con toda ceremonia más que un chef parecía un oficiante.
-Buenas noches, les recomiendo en esta ocasión…
Reparó en que ahora sujetaba algo, el abrazo lo había puesto en su mano izquierda.
-Como entrante, un surtido de…
La voz era vaselina, el cuerpo una continua reverencia.
El papel resultó ser un billete de avión. A las Maldivas. Viajarían pasado mañana a la otra punta del mundo y ella acababa de enterarse.
5
La cortina aún oscilaba cuando entró en el vestíbulo. Solo un poco. ¿Para qué montar un escándalo?