domingo, 16 de abril de 2017

La Baronesa (XIII)

¿Se puede amar a un niño antes de conocerlo por el mero hecho de ser su madre? ¿Se le puede amar, incluso, cuando te consta que no lo conocerás nunca?
José Domínguez Álvarez - Sin título
Nunca sabré si esto es amor. Una insatisfacción constante, seguro que sí. Herida que no cicatriza, ansia insaciable de comerse el mundo, palmo tras palmo, o de desmenuzarlo entre las uñas hasta encontrar lo que se anhela. Que no es poco: dos muchachos y una jovencita que llevan mis genes y los de un blanco sinvergüenza.
Nos casamos un día cualquiera a las seis de la mañana en una ermita perdida en la campiña. Bruno lo arregló todo y luego se desentendió. Con mi porvenir en manos de aquel mocoso, de pronto me sentí huérfana y ese desamparo no era un buen combustible para encender la llama. Todo iba de mal en peor: ahora que se le habían cedido los derechos sobre mí, sustituyó los celos malsanos por un desprecio total a mi persona. Se creía todopoderoso, sensación que iba en aumento cuanto más se incrementaba su dominio. Con el dinero que obtuvo para comprar una casa, pequeña pero bien situada, alquiló un cochambroso apartamento en un barrio de mala muerte y el resto se lo gastó en juergas. Al principio las celebraba allí mismo, pero hasta sus visitas consideraban desastroso el cuartucho que hacía de salón y, sobre todo, les molestaba mi presencia. No es que él se olvidase de mantenerme a buen recaudo detrás del cerrojo más firme, pero no podía impedir que me pusiese a llorar a gritos. 
José Domínguez Álvarez - Casaria e figuras de um sonho

Se las había arreglado para vivir como un señor sin tener que dar palo al agua. A base de trampas, claro. Prometiendo jugosos sobornos, repartió entre los encargados de los establecimientos las tareas de vigilancia, gerencia y administración que le había adjudicado su padre en atención a sus responsabilidades recientes. Me consta que los seis, aparte de su sueldo oficial, esperaban sacar un buen pico por encargarse de todo manteniendo en secreto que Tristán no pisaba la tienda. Por algo era yo la que tenía que revisar los libros de contabilidad, las entradas y salidas de género, los honorarios del personal, los seguros sociales y todo lo habido y por haber. De esta forma, Tristán –sin ningún esfuerzo– fue mi segunda escuela (o mi segunda experiencia autodidacta), siguiendo, a su manera, el modelo paterno. La principal diferencia entre las dos no estribaba en los contenidos –humanísticos primero, comerciales después– sino en la angustia que ahora me atenazaba ante la posibilidad de cometer un error. Y comprobar que estuviese todo bien cuadrado no era lo más importante: una vez al mes, había que escurrir (era su expresión favorita) una cifra con muchos ceros que acabarían cayendo en sus mangas.
También hay que contar con que no siempre tenía tiempo para sumergirme entre papeles; solo podía trabajar a gusto si mi marido se iba a jugar a la taberna, cuando volvía –borracho y habiéndolo perdido todo– se despatarraba molido en el catre y había que atenderlo. Atenderlo y recibir las consecuencias de su furia. Me pregunto si fue Bruno el que siempre se negó a volver a verme o era cosa de Tristán con el fin de ocultar mis moretones.

(Continuará)

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